viernes, 30 de noviembre de 2007
CÓMO LA MÚSICA POPULAR SE TRANSFORMA EN CLÁSICA
Catana Pérez de Cuello
En el mundo moderno, las diversas expresiones del arte requieren de clasificaciones y de nombres para su estudio, lo que conduce al conocimiento objetivo, a la comprensión y apreciación artísticas. En tal sentido, comienzo por definir los géneros que son, en las artes, cada una de las distintas categorías o clases en las que se pueden ordenar las obras según rasgos comunes de forma y contenido.
En la música, los géneros usualmente aparecen apareados o en tríos opuestos y aunque las clasificaciones puedan ser diversas, hay tres grandes géneros que compendian a los demás: el folclórico, el popular y el clásico.
El GÉNERO FOLCLÓRICO está estrechamente vinculado a la vida de una comunidad, un grupo étnico o una región y se caracteriza por los siguientes perfiles: la creación es espontánea y aunque surja de un individuo, llega a trascender como anónima porque las colectividades la perciben y ejecutan con un sentido de pertenencia y propiedad; su forma de transmisión es oral; el estilo se manifiesta con sencillez; su procedencia original ha sido eminentemente rural; es interpretado por no profesionales y no se necesita de conocimientos académicos para su realización; lo utilizan y entienden con naturalidad amplios segmentos poblacionales; no es patrimonio exclusivo de ninguna clase social.
Las manifestaciones musicales folclóricas son funcionales: no resultan un fin en sí mismas ni son puramente recreativas: ellas acompañan las más variadas actividades. A través de ellas y por ellas el hombre es un ente social, hacedor activo de su cultura.
Aunque en el presente es correcto escribirla con la letra c y sin la e final, la palabra original es folklore, con la letra k (de folk, gente, pueblo, y lore, ciencia, conocimiento) y procede del inglés. Hasta el 22 de agosto de 1846, es decir, hasta hace 161 años, dicho término no existía; fue acuñado por el anticuario inglés William John Thoms, que lo difundió en un artículo publicado en esa fecha en el Atheneum, en Londres, bajo el seudónimo de Ambrose Merton, para englobar el estudio de las tradiciones, leyendas y supersticiones populares, fenómeno que se convertiría en una verdadera rama científica.
Durante cientos y cientos de años y hasta ese 22 de agosto de 1846, todo lo que en adelante fue considerado y catalogado como folclórico, había sido, sencillamente, popular o del pueblo.
Pasemos ahora al GÉNERO POPULAR, el cual se identifica por los siguientes rasgos: es creación de un autor conocido (o de varios); para su transmisión, se escribe y se lee; su génesis es eminentemente urbana; no es funcional, pues se asocia con el tiempo de ocio, el baile y la pura diversión; aunque puede inspirarse en la tradición y pueden estar presentes la herencia cultural y los componentes étnicos, no persigue dichos objetivos. Antes del siglo XIX, reitero, cuando aún no existía el concepto “folclor”, todo lo que manifestaba o expresaba la gente, el pueblo, era popular.
En la actualidad, definir el género popular es fácil; lo que resulta difícil es fijar sus límites, demasiado imprecisos, elásticos y amplios, porque caben dentro de sus jerarquías ejemplos tan disímiles como los siguientes: canciones de Rafael Solano y de Manuel Troncoso, boleros de Agustín Lara y de Armando Manzanero, merengues de Luis Alberti y de Luis Kalaf, bachatas de Juan Luis Guerra y de Víctor Víctor, baladas de Los Beatles y de Ricardo Montaner, tangos de Carlos Gardel y de Astor Piazzolla, bossa-novas de Antonio Carlos Jobim y de Joao Gilberto, piezas jazzísticas de Louis Armstrong y de Michel Camilo y piezas de cantautores como Joan Manuel Serrat y Silvio Rodríguez.
Muchos de estos creadores pueden o no proyectar ascendencias folclóricas en sus repertorios o en parte de ellos, ya que la línea divisoria entre lo folclórico y lo auténticamente popular vuelve a ser integradora y difusa, como lo era siglos atrás.
Indiscutiblemente, dentro del género popular se encuentran muchos intérpretes y autores de gran calidad, como los antes mencionados, los cuales generalmente aúnan condiciones innatas de creatividad con una buena preparación académica. Pero al mismo tiempo, abundan los “artistas” que proyectan una gran cantidad de piezas superficiales y vacías, de ínfimo o nulo valor artístico –más bien populacheras-, razón por la cual una canción, un artista o un grupo pueden elevarse a la cúspide de la fama, para luego caer en el olvido. Aunque la industria moderna del mercado popular mueve una pesada maquinaria económica y mediática, los intérpretes y piezas sin talento real, auténtico, sustentados en modas y producciones banales y anodinas, pasarán. Es lo bueno lo que permanece a través del tiempo.
En cuanto al GÉNERO CLÁSICO, éste es el resultado de la evolución musical en Europa Occidental desde el 1600 en adelante. De este proceso, nacido de las necesidades sociopolíticas, religiosas y económicas de las clases dominantes de entonces –el poder eclesiástico y la aristocracia-, surgió un tipo de música que engloba diversos períodos, estilos, sistemas y formas.
La denominación clásica le confiere a este género las características de excelencia, calidad y permanencia en el tiempo que le son inherentes, porque música clásica es toda aquélla que por la perfección de su construcción, por ser notable y por su intemporalidad se considera o reconoce como modelo en cualquier género y por eso permanece a través de los años.
La música del GÉNERO CLÁSICO se distingue por lo siguiente: emana de un compositor conocido y se crea para ser escuchada con atención, disfrutada en lo estético y en lo emocional; para hacerla y transmitirla requiere de muchos años de estudios y, por tanto, de profesionales para su creación y para su ejecución; proyecta una condición de universalidad que barre las fronteras geográficas, étnicas, religiosas y cronológicas.
¿De dónde surgió la música del género clásico? En un principio, provino en parte de dos fuentes básicas: la religiosa y la popular. Los compositores del barroco (Vivaldi, Haendel, Bach) y los del Clasicismo (Haydn, Mozart) creaban sus obras con fines utilitarios, pues servían a un patrón, quien les requería música para momentos específicos de sus entornos sociales. Estos compositores debían escribir obras para el culto, para bodas, bautizos y servicios fúnebres, piezas para enseñar a los herederos las diferentes técnicas instrumentales, para bailes, fiestas y celebraciones. Eran talentosos, geniales, mas también se nutrían, en principio, de lo que hacían los músicos populares para los grupos sociales a sus alrededores; fueron sus grandes genios los que hicieron trascender esas danzas, esas canciones, esas piezas que cantaba o tocaba cualquiera en una taberna o en una sala palaciega.
Con el advenimiento de la ostentosa y a menudo inculta burguesía al poder económico y con la bandera del individualismo y la libertad que ondearon los creadores en el siglo XIX, fue dicha centuria la que demarcó una separación entre lo folclórico, lo popular y aquello que aún no se llamaba clásico.
En el presente, sigue existiendo la separación entre los 3 géneros pero vuelve a ser más fusionada la visión entre ellos. Muchos oyentes ni sospechan que cuando escuchan una Sinfonía de Beethoven o de Haydn o un aria mozartiana, escuchan melodías que cantaron o bailaron los campesinos austríacos hace más de 300 años. Sin que lo supiera el público, las obras populares pasaban al género clásico. Después de la eclosión de las Escuelas Nacionalistas Románticas lo folclórico y lo popular entraron al género clásico por la puerta ancha y allí se han quedado, para nuestra dicha.
Por eso disfrutamos de Polonesas y Mazurcas de Chopin, Rapsodias y Danzas húngaras de Liszt y Brahms, y también gozamos, en nuestro país, de una Rapsodia Dominicana de Luis Rivera basada en el Compadre Pedro Juan de Luis Alberti y en el Maybá de Diógenes Silva, de una Fantasía Dominicana de Bullumba Landestoy inspirada en La empalizá de Luis Kalaff o de la suite Macoríx de Bienvenido Bustamante, que evoca el romanticismo de un pueblo criollo y la alegría de los guloyas.
Durante años la ópera ha resultado algo esotérico para mucha gente, ajeno a sus vidas, porque desconociéndola, la perciben, al igual que al mundo concertante, como algo que requiere de complicados conocimientos técnicos. Se desconoce que es el sistema socioeconómico que ha impuesto esta inútil distancia, puesto que para apreciar el arte, si bien es correcto aspirar a una cierta preparación que amplía los horizontes personales, lo que realmente importa es que el público sienta interés y tenga sensibilidad natural.
¿Quienes asistían a las producciones operísticas de Mozart, Rossini y Verdi? Eran gentes de todas las clases sociales, y los más humildes, que ocupaban los sitios más incómodos y lejanos porque eran los que les permitían sus bolsillos, llevaban sus cestas con vino, panes y salames para acompañar los intermedios. Al otro día de la presentación ¿quiénes tarareaban por las calles de la ciudad las bellas melodías del Rigoletto o el Va pensiero del Nabucco verdianos?: las modistas, las vendedoras de flores y los venduteros del mercado, los tramoyistas del teatro, y un largo etcétera.
Estas obras, hoy inscritas con caracteres de oro en el género clásico, gustaban a rabiar a las grandes masas y se popularizaban hasta el punto de formar parte de la cotidianidad de una gran mayoría poblacional.
Pero, lamentablemente, hay gente que desea mantener estas separaciones y que se resiste a los cambios –yo les llamo “puristas”-. Cuando Plácido Domingo, José Carreras y Luciano Pavarotti ofrecieron su primer concierto de Los 3 Tenores, a principios de los 90 del pasado siglo, en las Termas de Caracalla en Roma, y los continuaron, los puristas clásicos pusieron el grito en el cielo ante tal abominación.
Sin embargo, ¿cómo descubrió el gran público moderno el maravilloso Nessun dorma de la Turandot de Puccini, y otras tantas arias operísticas, si no fue con estos conciertos monumentales?
Muchos puristas critican ácidamente las colosales producciones concertantes de la soprano Sara Brightman, las de André Rieu y su orquesta Johann Strauss, las de Pavarotti & Friends, y yo anhelo ver estadios llenos en este país con espectáculos de esa calidad artístico-musical, donde la gente puede corear arias inmortales y tararear melodías de todos los tiempos. De esta manera, los conciertos con música del género clásico se convierten en algo cotidiano para un gran número de personas, es decir, se popularizan.
Por otra parte, y tomando como ejemplo nuestro merengue en el género popular, vemos que cada cierto tiempo la radio y la televisión transmiten merengues que se ponen muy en boga y se escuchan con frecuencia, provocando furor en una gran masa de oyentes. Luego de unos meses, la gente se pregunta qué fue de ellos, ya que parece como si nunca hubiesen existido. Sin embargo, contamos con piezas como el Compadre Pedro Juan de Luis Alberti, Anoche soñé de Julio Alberto Hernández, Caña brava de Toño Abreu y Ojalá que llueva café de Juan Luis Guerra, que no se oyen todos los días pero mantienen su vigencia, siendo conocidos, apreciados y gustados por niños, jóvenes y mayores.
Así como los mencionados merengues de estos compositores dominicanos permanecen como “clásicos” en su especie, encontramos que existen obras, intérpretes y conjuntos que sustentan esa condición en el ámbito de la música del género popular, porque aunque varíen las modas en el mundo ellos se colocan por encima de los cambios.
Y ¿cuál es el pasaporte para esa permanencia en el tiempo? Pues simplemente, sus excelencias artísticas y técnicas, que engloban: una buena estructuración aunque se trate de una obra sencilla, un buen manejo de los elementos del lenguaje musical, una veracidad intangible en la expresión, una autenticidad artística y una inspiración genuina, natural; nada debe ser forzado en una obra musical. Entonces, y sólo entonces, una obra perdurará a través del tiempo y se convertirá en un “clásico” dentro del género popular.
Para concluir, lo único que necesitamos para cultivar el buen gusto, en el género musical que sea, son, en mi opinión, 2 cosas fundamentales:
1) Que la niñez y la juventud reciban en la escuela, desde el preescolar, la educación musical como parte de su currículo general de estudios.
2) Que la niñez y la juventud tengan acceso al conocimiento y, por tanto, obtengan las herramientas para apreciar la buena música.
Porque, a fin de cuentas, los géneros, aunque diferentes, se nutren entre sí y mientras más los conozcamos y respetemos, saldrán gananciosos tanto la propia música como los seres humanos. Aunque cada uno de los tres grandes géneros posee sus características particulares, son, en fin de cuentas, expresiones estético-emotivas de las sociedades y a mi entender deberían presentar, más que enfrentamientos y oposiciones, hermosos puntos de afinidad.
Los “Conversando” de Acroarte
Martes 27 de noviembre de 2007
Sala de la Cultura del Teatro Nacional Eduardo Brito
Santo Domingo, R.D.
jueves, 20 de septiembre de 2007
EDUARDO BRITO
El barítono Eduardo Brito nació el 21 de febrero de 1905, en el paraje El Higo, Cerro De Nava, sección Blanco, Luperón, provincia Puerto Plata, siendo bautizado como Eleuterio Aragonez. Al cabo de los años sería la más grande figura del canto en República Dominicana y una de las voces más sobresalientes de toda nuestra América.
A la edad de 10 años, Eleuterio cantaba acompañándose con una latita, palitos y un rudimentario instrumento fabricado por él mismo, semejante a una guitarra. A la vez que cantaba, desempeñó en su infancia los más variados trabajos. Al cumplir los 16 años, se fugó del hogar materno y se fue a Santiago, donde recibió refugio en La Casa de Bélica, en la calle San Severo. En esta ciudad desempeñó el oficio de limpiabotas, y al cabo de unos meses conoció a Chita Jiménez, otra gloria del canto. Y así, mientras brillaba los zapatos de su muy numerosa clientela, entonaba con su potente y afortunada voz las melodías de moda.
En poco tiempo el artista en ciernes se convirtió en el favorito de las serenatas que para la época se ofrecían en abundancia en la romántica Ciudad Corazón, donde fue bautizado como “Puerto Plata”. Allí cantó con un grupo musical en el Café Yaque, donde ganó buen dinero y fue aplaudido delirantemente por la concurrencia. Así se inicia su exitosa carrera que no pararía hasta la hora de su muerte.
Recorrió varias ciudades del país, trabajando para sostenerse y cantando. Salvador Sturla quedó maravillado con su voz , y Julio Alberto Hernández lo conoció en 1925, interesándose por su educación musical. En esos años Brito conoció a Piro Valerio, Chencho Pereyra y Bienvenido Troncoso. En 1928, con la dirección de Don Luis Rivera se montó el famoso Cuarteto de Rigoletto, de Verdi, siendo escogidos para la representación Eduardo Brito, Susano Polanco, Catalinita Jáquez y Petrica Comprés. La función fue un éxito ene. Teatro Ideal de Santiago, y constituyó el primer gran triunfo de Brito al más alto nivel profesional.
El 3 de noviembre de 1929 casó con Rosa Elena Bobadilla, quien se convertiría en su compañera sentimental y artística. Brito contaba con 24 años de edad y Rosa Elena 17. Luego de la boda salieron en gira por Haití, Curazao y Puerto Rico, y a su regreso recibieron los más cálidos elogios. Luego partieron a New York, donde realizaron grabaciones para el señor RCA. Los primeros temas grabados por Brito fueron La Mulatota, de Piro Valerio, Lucía, de Machilo Guzmán con letras de Joaquín Balaguer; Mi llegada a Macorís, de Bienvenido Troncoso, y otras más. Además, la pareja actuó con éxito en distintas salas de espectáculos de New York.
En 1932 es contactado en la gran urbe por Eliseo Grenet, compositor y músico cubano, quien dirigía la compañía Cubanacán y estaba preparando una gira artística a España. Al llegar a Barcelona, Brito actúa en la zarzuela La Virgen Morena, destacándose con los temas Lamento Esclavo y Mi vida es cantar, los cuales tenía que repetir varias veces en cada presentación, a petición del público, convirtiéndose en el nuevo ídolo del gran público español. Continuó cosechando éxitos con Los Gavilanes, La Gioconda, arias de Tosca y otros temas, con los cuales recorrió América y parte de Europa.
En 1944, estando en New York, le llegaron de nuevo problemas de salud que había sentido años antes; estaba perdiendo facultades vocales, realidad que lo agobiaba y desesperaba. Comienzan sus trastornos mentales. Rosa Elena espera su tercer hijo (los dos anteriores habían nacido en 1940 y 1942). No tenía bienes, había perdido todos sus ahorros en la quiebra bancaria norteamericana.
Una hermana de Brito le proporciona los pasajes para su retorno a la patria junto a su familia. En mayo de 1944 regresa Brito a su amada Quisqueya, para no irse jamás. Tras un examen médico, el Dr. Zaiter indicó que “Eduardo Brito tenía sífilis cerebral, lo cual le producía trastornos nerviosos, delirio de megalomanía”. Terminó sus días en medio de un doloroso vía crucis, encerrado en una mazmorra del manicomio de Nigua. Murió a las dos de la mañana del 5 de enero de 1946.
Mediante la Ley No.177-06, del 27 de abril del 2007, se denominó como Teatro Nacional Eduardo Brito la principal sala de espectáculos del país. Con esta ley se reconoce “el umbral internacional alcanzado por el artista, que lo hace merecedor de este reconocimiento, justamente con motivo de la celebración de su centenario”.
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