miércoles, 5 de febrero de 2014

El racismo dominicano en el siglo XX

Superada la dictadura de Hereaux en 1899, la República Dominicana inició el siglo XX con un marcado optimismo, hecho que puede notarse en el acento liberal y nacionalista de las exposiciones de sus principales intelectuales y en el notable flujo de las ideas que ponían énfasis en la necesidad del fortalecimiento de la democracia y el orden institucional de la nación.
Cabe destacar en ese orden las aportaciones de los hermanos Henríquez y Carvajal, Francisco y Federico, Luis Conrado del Castillo, Américo Lugo y  Enrique Jiménez, nuestro primer pensador de ideas social-demócratas, entre otros.
Sin embargo, todo parece indicar que el retorno a la dictadura con Cáceres, y el difícil período de inestabilidad registrado a partir de su muerte en 1911, y la propia intervención miliar norteamericana de 1916, afectaron las concepciones progresistas y contribuyeron a afianzar en el mundo intelectual dominicano el pensamiento pesimista de raíces biologistas y a su corolario, el racismo.
El primer estudio de esencia pesimista bien articulado teóricamente, lo es La alimentación y las razas, escrito a finales del siglo XIX por José Ramón López, y, es bueno subrayarlo, no registró entonces gran repercusión, sino años después, en pleno siglo XX.
Este ensayo constituye el primer intento de explicación sociológica del atraso político, económico y social del pueblo dominicano. En él, José Ramón López acentúa el factor biológico para determinar el proceso histórico general de la nación.
El meollo de sus argumentos parte de la degeneración de las “razas” que conformaron a nuestro pueblo: el aborigen, la española y la negra, a causa de una mala alimentación.
“La mala alimentación –subraya el citado autor- ha establecido en nuestros campos la moralidad que les es peculiar. Debilitó al hombre, le empobreció la fuerza cerebral, y ya en esos extremos fue perezoso, efecto éste que corrobora la causa, pues inutiliza al campesino para destruirla” (pág. 48). “La imprevisión hace el campesino jugador empedernido, pues no alcanzan a imaginar otro alivio a su miseria, y se aferran al vicio que ha de agravarlas” (pág. 51).
“La violencia le convierte pronto en homicida, cuando no en asesino; y la doblez le cierra el camino de la prosperidad honrada, por el aislamiento y la desconfianza que riega en torno a él”.
Importante es anota que varias décadas después, López escribió otro ensayo sociológico: La paz en la República Dominicana, (19015), donde negó absolutamente sus postulados anteriores.
Así, por ejemplo, refiriéndose a ese mismo campesino dominicano, López sostiene en ese nuevo libro:
“Es una leyenda calumniosa la de que el campesino dominicano es un hombre haragán. Lejos de eso, el esfuerzo muscular que realiza cada día es verdaderamente admirable, y en las fincas de caña de Macorís ha podido ser comprobado y puesto fuera de discusión que el labriego dominicano realiza en cada tarea el doble de trabajo que los labriegos y extranjeros allí empleados. Y esto es tanto más admirable cuanto que el campesino dominicano, en la generalidad de los casos, está pésimamente alimentado.
“Lo que sucede es que la suicida organización social que padecemos lo mantiene en la ignorancia más absoluta”.
Otro intelectual de la misma escuela pesimista y racista, contemporáneo de López, es Federico García Godoy (1855-1924).
Las valoraciones negativas expuestas por este último expresan el mismo fundamento biológico de López, aunque en esta caso se acentúa mayormente el cruzamiento étnico, como factor determinante del atraso de nuestra sociedad.
Según García Godoy explicó en su libro El Derrumbe:
“En el hibridismo de nuestro origen residen los gérmenes nocivos que, fructificando con el tiempo, han determinado un estado social en gran parte refractario a un desarrollo de la civilización efectiva y pacífica. De sangre indígena, de sangre quisqueyana tenemos bien poca sosa, si es que poseemos algo. Nuestra confección étnica actual está integrada por sangre del blanco europeo de procedencia generalmente baja y maleantes y del etíope salvaje y pleno de supersticiones febricitantes y fetichistas, tan distintos y desafines: surgió un tipo colonial de aspectos precisos y definidos, pero poco capaz de evolucionar de manera gradual y metódica hacia formas de vida social cada vez más progresistas y perfectibles” (García Godoy, Federico. El Derrumbe. Editora UASD, 1975, pág. 36).
Otro autor de la misma línea pesimista y racista es el doctor Moscoso Puello, quien publicó una larga serie de artículos bajo el título de Cartas a Evelina, donde dibuja sus concepciones sobre el pueblo dominicano.
Según Moscoso, la mezcla de razas ha dado origen al mestizo dominicano, “que es de tipo inferior”.
Moscoso Puello, sin embargo, no acentúa solamente los factores biológicos para explicar nuestros atrasos, sino que agrega otro: el factor climatológico.
Según Moscoso, el trópico ha influido para crear en nuestro suelo un hombre, que “no tiene nada que envidiarle a los aborígenes de hace cuatrocientos años… dada su inclinación a la hamaca y la haraganería” (Cartas a Evelina, pág. 49).
Resulta interesante subrayar que el racismo exhibió por nuestros intelectuales durante las primeras dos décadas del siglo XX, no muestra rasgos de que encontró apoyo en el seno de la mayor parte de nuestro pueblo, constituido entonces por cerca de un 90% de analfabetos, donde el mensaje escrito no podía llegar.
El racismo comienza a cobrar fuerza a partir de los años treinta, por estas dos razones fundamentales:
Primero: El notable crecimiento de la inmigración negra (cocola y haitiana), fuerza laboral sobre cuyos cimientos se levantó el desarrollo de la industria azucarera, y
Segundo: La adopción del racismo como política de Estado por la dictadura de Trujillo, que en el nombre de un seudonacionalismo condujo a que un grupo de sus intelectuales constituyeran un cuerpo ideológico doctrinal, que puso énfasis en la posibilidad de la desaparición de nuestra nacionalidad, a causa de la migración haitiana hacia nuestro territorio.
Conviene tener presente que esta creación aberrante, que fue el marco ideológico que cubrió el asesinato en 1937 de más de 10,000 haitianos que habitaban, sobre todo, en la zona fronteriza, surgía precisamente en los momentos en que Hitler, en Alemania, y Mussolini, en Italia, también convertían el racismo en política de Estado.
Estos dos funestos personajes de la historia europea tenían muchos simpatizantes dentro e la dictadura de Trujillo.
Uno de ellos, el doctor Fabio Mota, escribió un ensayo titulado Prensa y Tribuna (1939), donde exponía la identidad existente entre el fascismo y el supuesto “neosocialismo dominicano”, nombre con el que identificaba a la orientación doctrinal de la dictadura.
Otro factor importante y que también contribuyó a fortalecer el racismo fue el espectacular desarrollo, a partir de la década del treinta, del cine norteamericano, que dominaba completamente el negocio de nuestras salas de exhibición. En las películas norteamericanas de entonces, el negro y el mulato apenas aparecían, y cuando los productores cinematográficos solían incluir una persona de color en sus drama y comedias, ésta intervenía en calidad de sirviente, chofer, o en otros quehaceres, que nuestras clases media y alta entendían como denigrantes.
En el caso específico de las películas de aventuras, una mención especial en el fortalecimiento del racismo nos merecen las cintas que protagonizó un famoso personaje de la cinematografía, que bautizaron con el nombre de Tarzán, y que tenían como escenario África.
En todas sus películas, Tarzán, que era el blanco, aunque criado en la selva africana, siempre salía triunfante de todas sus aventuras, venciendo todos los peligros, mientras las “salvajes” tribus negras siempre sucumbían.
La aplicación del fascismo como política de Estado en nuestro país, condujo a la dictadura a la utilización de los medios de comunicación en la misma dirección y, lo que fue más grave, a orientar la educación pública por el mismo derrotero.
Papeles estelares jugaron en el paso de la creación de la literatura racista Joaquín Balaguer y Manuel Arturo Peña Batlle.
Después de desaparecida la dictadura con la muerte de Trujillo en 1961, todo el andamiaje ideológico que le sirvió de cobertura comenzó a desgastarse, y por tanto, también el racismo como política oficial del Estado.
Sin embargo, el racismo como tal, es decir, como componente ideológico, siguió vigente en varias capas importantes de la población dominicana, que había sido educada bajo tales principios. Me estoy refiriendo a la clase media alta y a los sectores oligárquicos.
La apertura democrática (con sus limitaciones) que comenzamos a vivir a partir de 1962, al permitir el libre juego de las ideas en todos los órdenes, facilitó el surgimiento de grupos intelectuales que combatieron esa lacra denominada racismo, a nuestro entender con notable éxito.
No obstante lo que hemos logrado en la lucha contra el racismo, no es posible sostener que éste ha desaparecido.
Los procesos electorales de 1990, 1994 y 1996, donde un hombre negro, el doctor José Francisco Peña Gómez, participaba como aspirante a la presidencia de la República, pusieron en evidencia que esa lacra ideológica supervive, sobre todo a nivel de la clase media, la media alta y en los sectores burgueses más elevados.
No quiero profundizar mucho en este último aspecto, pero sí recordarles que los grupos racistas nacionales, crearon, incluso, una entidad, la Unión Nacionalista, que se identificaba como “patriótica, civilista y apartidista”, que trató de explotar, con nueva envoltura ideológica, el prejuicio antihaitiano-racista que subyace en el fondo de la conciencia de importantes grupos sociales nacionales.
Como se recordará, los integrantes de la Unión Nacionalista construyeron una leyenda, que sostenía que tres grandes potencias, Francia, Estados Unidos y Canadá, con el propósito de resolver la crisis política haitiana, y su expresión que más les afectaba, la migración de sus habitantes hacia sus territorios, tenían proyectada la fusión de nuestra nación con Haití, y que instrumento clave para esa fusión era el doctor José Francisco Peña Gómez.
Envueltos en ese odio irracional que siempre conduce al racismo, la conducta de la llamada Unión Nacionalista, en las elecciones de 1994 y 1996 alcanzó los niveles de la inmoralidad política más aberrante, pues en el primer evento comicial, no sólo apoyó el fraude cometido por Balaguer, denunciado por observadores nacionales e internacionales, sino que además, en las elecciones de 1996, los “patriotas apartidistas” de la UND llamaron a votar contra Peña Gómez.
El documento publicado en octubre de 1995, al tiempo que llama a votar “consecuentemente contra la conspiración que amenaza extinguir lo que queda de la soberanía”… más adelante pide al pueblo que “derroten a los portavoces nacionales del entreguismo y de la disolución de nuestra nación y nuestra identidad, en la abierta conjura de fusión con Haití con que están comprometidos”, (Documentos de la Unión Nacionalista, pág. 220, Vol. 1, Editora Collado, Dic. 1998, edición auspiciada por la Universidad Central del Este).
Igual conducta racista adoptó el Partido de la Liberación Dominicana en contra del candidato del PRD, y en una de sus manifestaciones, efectuada en Santiago, exhibió un mono de trapo con un letrero en el pecho que decía: “José Francisco Peña Gómez”.
Pero para que queda evidencia escrita de hasta dónde llegó el fanatismo racista entre sus miembros y dirigentes, uno de los principales intelectuales de ese partido, el doctor Bruno Rosario Candelier, expresó, en un artículo publicado el 24 de junio de 1995 en el matutino El Siglo, que Peña Gómez representaba manifestaciones, en su comportamiento y en su psicología, del hombre primitivo, y que era “deudor de antiquísimos designios haitianos”.
(Ensayo presentado por el sociólogo e historiador Franklin Franco Pichardo en el Décimo Congreso Dominicano de Historiadores, “Historia de los Pueblos del Caribe”, celebrado del 24 al 28 de octubre de 2000 en el Museo de Historia y Geografía, Santo Domingo, República Dominicana).

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